Ayer, mientras revisaba una de sus estanterías se encontró con una libreta llena de escritos, era tan antigua que no recordaba que estuviera ahí, es más, le resultaba extraño que hubiera sobrevivido a su última mudanza.
Dicen que no existen las coincidencias, pero días atrás, en la charla de todos los viernes, hablaba con un colega y sin venir a cuento le preguntó cuáles eran sus expectativas para el presente.
¿Cuál habría sido la razón para guardarla?
El gesto en su rostro lo dijo todo, estaba incómodo, las palabras sobraban.
Probablemente fue durante la época en la que le gustaba conservarlo todo, pues pensaba que en algún momento le podrían servir.
Se conocían desde hacía muchas tertulias, en ocasiones resultaban enriquecedoras, así como en otras, cuando el estado de ánimo los condicionaba, repetitivas.
Leyó el contenido de la libreta, le fue difícil desentrañar lo que decía, pues nunca se caracterizó por tener una letra ciento por ciento legible.
Su colega no sabía el motivo de su reacción, ya que no era un tema peliagudo. Sin embargo, viendo el gesto en su rostro prefirió cambiar de tópico, quitarle seriedad a la situación, hacerle preguntas sobre el día a día, aunque las respuestas las presuponía, prefirió ir por lo previsible.
Los escritos le parecieron mensajes enviados desde el pasado.
—¿Qué tal el trabajo?, yo estoy hasta los huevos del mío, espero encontrar algo mejor pronto.
Con un sentido claro que en ese momento tenía una significación particular.
—Nos vendrá bien el puente, tendremos unos días de descanso.
Quien escribía era un niño que miraba la vida desde una perspectiva cómoda, por eso se daba tiempo para concebir escenarios ideales, en los que todo salía perfecto.
—Hace poco estuve viendo ofertas, pero no encuentro nada, es como si el universo quisiera que me quedara encasillado.
Cada línea expelía ingenuidad, además de una clara discordancia sintáctica, le faltaba aprender mucho.
—Sabes, el problema es la edad, ya nadie nos contrata, me siento joven, sé que puedo dar mucho aun, pero así no lo ven los de recursos humanos.
En tal tesitura se imaginaba que sería bueno volver al momento de escritura de esas palabras y decirle al escribidor que las vidas perfectas no existen.
—En momentos así me gustaría ser tú, trabajas en lo que quieres, eres oficinista.
Las únicas vidas perfectas son las que no se viven, las que se sueñan.
—En estas fechas te lo pasarás bien, yo, por el contrario, tengo que estar pendiente de mis muchachos, los chicos con los que trabajo, ya sabes, soy el jefe de equipo.
Ocultó la libreta en un lugar que olvidaría pronto, no sin antes sopesar si tirarla, o no, a la basura.
Como presuponía, tenía claro que hablar sobre el trabajo era aburrido, no tenía esa chicha que podía tener otra conversación, pero, por lo menos, consiguió que le cambiara el gesto, olvidó lo que le había molestado.
Total, eran palabras del pasado que en la actualidad solo le servían para lamentarse y ver que, muy a su pesar, no había hecho nada de lo que ahí estaba escrito.
El mal trago había pasado, ahora estaba riendo.
Con eso quería echar tierra a ese pasado que no pintaba nada en su presente.
Qué cambiante la naturaleza humana —meditó.
Las palabras de un niño no debían condicionarlo.
Así siguieron con su charla, esperando que, en el proceso, surgiera algo interesante de que hablar, pero eso no sucedió, pasó el tiempo y hubo más silencios.
Al terminar, volvió a sus actividades de costumbre intentando enfocarse en el presente y dejar de lado lo que, según él, no valía la pena, el pasado.
Se despidieron con la promesa de no faltar a su siguiente encuentro, esta vez sin que estuviera condicionado por el trabajo —se dijeron— y algo más relajados —añadieron.
Había descubierto que él ya no era él, en su libreta era otro, un tipo más ingenuo que pensaba que los sueños se podían hacer realidad.
Dicen que no existen las coincidencias, pero días atrás, en la charla de todos los viernes, hablaba con un colega y sin venir a cuento le preguntó cuáles eran sus expectativas para el presente.
¿Cuál habría sido la razón para guardarla?
El gesto en su rostro lo dijo todo, estaba incómodo, las palabras sobraban.
Probablemente fue durante la época en la que le gustaba conservarlo todo, pues pensaba que en algún momento le podrían servir.
Se conocían desde hacía muchas tertulias, en ocasiones resultaban enriquecedoras, así como en otras, cuando el estado de ánimo los condicionaba, repetitivas.
Leyó el contenido de la libreta, le fue difícil desentrañar lo que decía, pues nunca se caracterizó por tener una letra ciento por ciento legible.
Su colega no sabía el motivo de su reacción, ya que no era un tema peliagudo. Sin embargo, viendo el gesto en su rostro prefirió cambiar de tópico, quitarle seriedad a la situación, hacerle preguntas sobre el día a día, aunque las respuestas las presuponía, prefirió ir por lo previsible.
Los escritos le parecieron mensajes enviados desde el pasado.
—¿Qué tal el trabajo?, yo estoy hasta los huevos del mío, espero encontrar algo mejor pronto.
Con un sentido claro que en ese momento tenía una significación particular.
—Nos vendrá bien el puente, tendremos unos días de descanso.
Quien escribía era un niño que miraba la vida desde una perspectiva cómoda, por eso se daba tiempo para concebir escenarios ideales, en los que todo salía perfecto.
—Hace poco estuve viendo ofertas, pero no encuentro nada, es como si el universo quisiera que me quedara encasillado.
Cada línea expelía ingenuidad, además de una clara discordancia sintáctica, le faltaba aprender mucho.
—Sabes, el problema es la edad, ya nadie nos contrata, me siento joven, sé que puedo dar mucho aun, pero así no lo ven los de recursos humanos.
En tal tesitura se imaginaba que sería bueno volver al momento de escritura de esas palabras y decirle al escribidor que las vidas perfectas no existen.
—En momentos así me gustaría ser tú, trabajas en lo que quieres, eres oficinista.
Las únicas vidas perfectas son las que no se viven, las que se sueñan.
—En estas fechas te lo pasarás bien, yo, por el contrario, tengo que estar pendiente de mis muchachos, los chicos con los que trabajo, ya sabes, soy el jefe de equipo.
Ocultó la libreta en un lugar que olvidaría pronto, no sin antes sopesar si tirarla, o no, a la basura.
Como presuponía, tenía claro que hablar sobre el trabajo era aburrido, no tenía esa chicha que podía tener otra conversación, pero, por lo menos, consiguió que le cambiara el gesto, olvidó lo que le había molestado.
Total, eran palabras del pasado que en la actualidad solo le servían para lamentarse y ver que, muy a su pesar, no había hecho nada de lo que ahí estaba escrito.
El mal trago había pasado, ahora estaba riendo.
Con eso quería echar tierra a ese pasado que no pintaba nada en su presente.
Qué cambiante la naturaleza humana —meditó.
Las palabras de un niño no debían condicionarlo.
Así siguieron con su charla, esperando que, en el proceso, surgiera algo interesante de que hablar, pero eso no sucedió, pasó el tiempo y hubo más silencios.
Al terminar, volvió a sus actividades de costumbre intentando enfocarse en el presente y dejar de lado lo que, según él, no valía la pena, el pasado.
Se despidieron con la promesa de no faltar a su siguiente encuentro, esta vez sin que estuviera condicionado por el trabajo —se dijeron— y algo más relajados —añadieron.
Había descubierto que él ya no era él, en su libreta era otro, un tipo más ingenuo que pensaba que los sueños se podían hacer realidad.